30 de noviembre de 2007

Los artistas del hambre

A excepción de las Naciones Unidas, no creo que exista un ecosistema social tan variopinto y concentrado como el que presenta la línea D del metro de Nueva York. Desde el norte del Bronx, el express naranja atraviesa Manhattan y desemboca en Brooklyn.

Por las mañanas, no es más que una tumba de autómatas somnolientos, una colmena humana cosida al Ipod, como si se tratara de un aparato de respiración artificial. Cojo el D en la 161, rumbo Downtown. Abundan las gorras ladeadas, las capuchas de chándal, los gorros con un bordado de la bandera de Jamaica, los pantalones caídos, los pendientes masculinos en forma de diamante o corazón, las trenzas y las rastas afro… Las corbatas son una prenda en peligro de extinción y los zapatos no se conjugan con el sintagma “moda de hombre”. Lectura de tabloides: el New York Post, el Daily News, La Voz Hispana, aunque apenas hay espacio para leer.

El tren corre expreso. En la 125 asoman las primeras corbatas rumbo al distrito financiero. En Columbus Circle (59th) la transfusión es completa: los WASP y la legión extranjera de cuello blanco comienzan el abordaje desafiando a la plebe con sus maletines, blandiendo sus paraguas de marca, con el New York Times o el Wall Street Journal entre los dientes. La batalla en la línea D continúa más abajo contra los asiáticos de Chinatown, los extravagantes artistillas del Soho, los judíos ortodoxos de las primeras paradas en Brooklyn o algún griego despistado cerca de Coney Island.

Los artistas del hambre no están por las mañanas. No caben. No es su guerra tampoco. Sin embargo, cada día, después del almuerzo, dan colorido al metro. Las vueltas a casa son más escalonadas, hay más espacio. Ahora sí: es su territorio, su hora. Ahí están, al acecho del dólar, de vagón en vagón.

Si Dickens habitara este inicio de siglo, seguro que los escogería para sus novelas de desheredados. Si Carver o Cheever no hubieran retratado las clases medias… Los artistas del metro se sentirían cómodos en cualquier colección de relatos cortos; les va la poética desesperada del realismo sucio.

Está, por ejemplo, el adolescente negro que pide para poder publicar su libro de poemas: Versos desde el guetto. Recita su “Oh, Mamma!” en el que, hasta donde su pronunciación y mi oído alcanzan, mezcla pistolas, bandas juveniles, tensión racial y experiencias carcelarias.

O los profetas del Apocalipsis. Recuerdo un tipo negro, desaliñado, grandote, de largas barbas canosas gritando a todo el vagón que el fin del mundo estaba cerca. También en pseudo-español: “¡¡¡Ji-esu-creis-to viol-vverá!!! One dollar, please”.

A media tarde aparecen los vendedores de chocolatinas, las omnipresentes chinas que -tras asegurarse de que el vagón está limpio de polis- trafican con las novedades cinematográficas o los coreanos que venden pilas (¡) y juguetes para niños.

Aún así, los verdaderos artistas del hambre son los músicos. Los hay de todas las estaturas, colores y desafines. La pareja de mexicanos que, poncho mediante, se arrancan con más voluntad que talento por rancheras; los peruanos y su sibilante versión de Simon y Garfunkel; el hispano de traje naranja -clon de Willy Deville- que mezcla música y magia chusquera; una pareja de puertorriqueño y jamaicano que contagian su ritmo eléctrico a golpe de batería; el émulo de Marvin Gaye y Lionel Ritchie… De todo hay en la viña del vagón.

Solo les he dado dinero una vez. Fue a Manuelita: una newyorican destrozada por la vida, pintada como una muñeca lacada, que se esforzaba en cantar baladas de Luis Miguel. Vestía desfasada, iba sobremaquillada y sonaba tan mal que, a su lado, Melendi podría pasar por Plácido Domingo. Debía pasar los 60 años y se empeñaba en coregrafiar patética y lentamente sus canciones. ¡Un juguete roto!

Al parecer, cuando tiró los dados del sueño americano ya no había premio.

7 comentarios:

mòmo dijo...

Un juguete roto...

Unknown dijo...

Qué bueno eres, cabrón¡

Mariano dijo...

Hasta hoy, una linea de metro era una vía y unos vagones. Ahora es la leche de cosas. Madre mía.

Anda, vuelve a casa que nos lo cuentes en vivo. Que ya toca. Y me devuelves el pelabarbas. Que no te ha servido pa ná.

Ander Izagirre dijo...

Dan ganas de decirte que no vuelvas.

Anónimo dijo...

Me apunto a lo de Ander. Pero se supone que ya escribes desde el avión... Yo que esperaba una última nota (odio lo del post) en plan nostálgico...

Anónimo dijo...

me ha gustado mucho la última frase... a la que he llegado de un tirón!

Miguel Carvajal dijo...

Magistral, ¡qué me va a parecer!

No siempre comento, aunque lea todo.